Mi Alter ego y Yo somos 3 – Toma 13

Con Grecia, su pasado y su teatro de máscaras a nuestras espaldas, mi flamante cónyuge y yo, nos aventuramos, pelillos a la mar, a meter los pies en una experiencia inopinadamente avant-garde, ahora que tenemos todos la guardia tan baja y la esperanza tan maltrecha.

Los cómicos salieron al escenario en tropel, sin respetar la supremacía del cabecera de cartel. Su espectáculo, forzado, descabezado, rompió presupuestos y descarnó alianzas. Por mera conveniencia, actores, acomodadores y tramoyistas seguían juntos, respetando líneas, más o menos, y sin pisarse descaradamente los pies. El caso era que el público se diese con el codo mientras celebraba al unísono, de cara a la galería, las 4 ó 5 gracietas que, teledirigidas, estaban en el texto bien escondidas por el autor. Todo por hacer reír, que si no…

A Analía le disgustó tanto la obra, que al final del primer acto, se salió a tomar café. Celebrando lo mucho y bien que sonaron sus tacones a sala llena, sin pensármelo ni mucho ni poco, la seguí unos cinco minutos más tarde. Saberse embarazada, pensé yo, le concedía todo el derecho del mundo a velar por sus criaturas y su futura, pasada y presente salud mental… armonía fetal; evitar lo fatal. Como iban a ser 2, razón de más. Prevención doble.

Una madre consciente es un portaviones que en extremo cuida su cuerpo y protege su mente. Lógico. De natura. Luego, dicen, todo se hereda. En mi camino solo y obscuro hacia la cafetería, disfrazado de submarino espía, firmé con el equipo de los aliados ¿Con la OTAN? Con eso que los jefes en Washington llaman, justo al revés, NATO. No rompamos el formato.

¿Están estos tiempos tan inseguros, tan fin de fiestas, tan desesperados, tan inconscientes, como para tener hijos? Analía, entre bollería danesa y té con leche, exclamó un “leche, yo te quiero y el resto, es pura y simple pecata minuta”. Con el ego, el mío –y el de todos los demás egos que se habían dado cita allí entre teses y cafeses– respiré hondo y, orgulloso como el papá oso de la serie, a base de asertividad y motor en el culo, pagué la consumición y, sin consumirme en el coctel del aventurero, agarré a mi señora por el brazo y comencé a barruntar lo que prepararía en casa para cenar. Vamos, Cocinillas.

Esa noche, Ana y yo no intercambiamos ni palabra sobre el bodrio teatrero, ni tampoco entramos en la eterna cantinela que se desprendía del gobierno matritense, de Bruselas y en última instancia, del de Washington D.C., que al fin y al cabo es el único que manda algo en este ship of fools.

Hasta que llegue la semana que viene, me gustaría correr un tupido velo y omitir hablarles sobre el miedo que me da el hecho de que un chaveta como yo y una psiquiatra como ella nos dediquemos a meter a más inocentes en esta danza de dementes. ¿Saben cómo les digo?

Los gemelos se estarán preguntando si tendrá algún futuro ser hijos de una profesional… del coco -mayorcita- y de un coco hueco como yo –mayoron- que pinta y escribe. Encima profesando esas dos profesiones es algo que le puede quitar el sueño hasta al feto más pintao, hasta al más sólido y equilibrado.

La psiquiatría bien entendida es una invitación directa a indagar en la caverna pertinaz de la locura. Y las artes son una noria que da vueltas a la que pocos se sienten invitados… por más que las entradas a ese circo draconiano estén al alcance de todos. O de ninguno. Mejor pasamos de todo ese rollo lleno de minas y nos quedamos aquí solitos los dos en casa, chupándonos el caramelo con cables de la caja tonta y mansamente zumbándonos una de esas que se agarran a la pura y mera evasión, esa falacia llamada entretenimiento. ¿Miento?

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