Mi Alter ego y Yo somos 3 – Toma 8

El jurado se levantó en armas, dictó sentencia y de un tachonazo se cargó la estructura porosa de la cuarta pared para favorecer lo etéreo que se refugia en las sombras chinas, esas que surgen ya alteradas con banda sonora incluida desde la caja de sorpresas del servil y hábil proyector.

Al oír cómo se caligrafiaba la palabra Hollywood de nuevo sobre el mantel de papel en el que la 3 plantó tres salchichas de Frankfurt con mostaza francesa y aceite de oliva de Jaén, el plato de plástico se me sublevó. Después de perder la vesícula en Los Ángeles, con los cirujanos sudando durante seis horas desde todo lo alto del Monte Sinaí para extraer piedras del sistema biliar en una infinidad interminable de montículos de a diez, yo allí no volvería ni atado. Ni aunque me prometiesen un sitio de honor entre las estrellas más estrelladas del éter… o de Sunset Boulevard; que para algunos viene a ser lo mismo. Vale. Me importaba un pito lo que “la una y el otro” pretendiesen sacarse de la manga y, por ende, imponérmelo a mí que, de lado a lado, en el vientre del alma, bien a la vista, llevo como condecoración de guerra esa infausta medalla del deshonor: Costurón de 11 pulgadas coronando de derecha a izquierda el tambor de lata de mi vientre.

A la pareja dispareja le importaba un pepino la solidez del guión. El Alter y la 3 lo que a priori pretendían era sacar la cara, que se les viera en la gran pantalla, que algún imbécil estrellado escribiese sobre ellos alguna-tontería-que-otra en el Hollywood Reporter de mis pecados. Mierda pa’ ellos. El celuloide, más que engrandecer, agilipolla el ego y da de comer a las serpientes de cascabel que en el seno del intestino llevamos todos… los crédulos, los soñadores, los calamitosos siervos de la tinta y de la imagen. Todos nosotros.

Después de haber firmado 20 guiones de cine y 70 sinopsis mollares, no he vuelto a sentarme en el mausoleo elucubrante de una sala negra para ser atacado por un vacío bacio relleno con volúmenes altos y cortes trepidantes por los cuatro costados.

Por norma y auto-consuelo, fuera del negocio y de la exigencia de la taquilla, al Alterio y a la 3, yo les entretenía desde que eran muy pequeños cuando mis/nuestros padres nos entubaban en el cine baratito de las sábanas blancas mientras ellos pagaban entrada en su lamigoso y obrero cine de barrio. Ahí, mis dos camaradas se sentían, al unísono, castigados, presos, desdeñados… hasta que, por arte de birlibirloque, mis historietas reconfortantes les daban alas, suficientes para echar a andar, a volar, a soñar. Vamos chicos, os invito al Cinematógrafo. Por su semblante, se percibía: dormían bien. Mejor.

En aquel entonces, el Cine de las Sábanas Blancas era el libertino, el gratis, el que se puede y se debe pasar por el forro de sus caprichos hasta la sombra plúmbea de la censura propia o ajena que pervive en la rebaba suelta del qué dirán los productores y demás titiriteros al uso. ¡Por mí, que el star-system fenezca y se vaya al carajo! Y mis padres con sus salidas de pata de banco, también.

Bendito sea el tecnicolor impuesto en los sueños de la moviola movida por Morfeo y bendito sea yo por levantarme del colchón y actuarle la película a mi muy cinéfila compañía, esa atribulada audiencia de dos.

A: ¿Acaso has gozado tú alguna vez de una audiencia más nutrida?

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